sábado, 10 de enero de 2009

BREVELAS - Novelas Breves


CONVERSACIONES CON EL TRAUCO




Viajaba adormilado en el asiento del copiloto del “Sonata”, por los caminos del sur de Chile, la exuberante vegetación, y los bellos paisajes sureños nos acompañaban a ambos lados del camino, el bosque nativo, donde el chispazo rojo de la chilca, la fucsia magallánica y de la gran biodiversidad de la flora chilota, surge por doquier, con imponentes araucarias, coigues, floridos ulmos, los brillantes canelos o las grandes plantaciones de pino insigne, que dan paso a profundos claros, abiertos a hacha y roces de fuego, donde alguna esporádica casita de madera, sobre una verde colina, entrega una visión digna de una postal, más allá masas ganaderas, ovinas o bien briosos caballos chilenos pastaban apaciblemente en los extensos potreros.
Mi mujer, Rebeca, iba atenta al volante, atrás sus colegas, las profesoras Vinka y Susana y mi hijo Juan José, escuchaban la música del radio mientras contemplaban absortos el paraje cercano que desfilaba ante nuestros ojos.
Puerto Montt ya había quedado atrás y nos aprestábamos a cruzar el Canal de Chacao a bordo de un trasbordador que nos transportaría con automóvil y todo desde Pargua hasta Chacao, en la Isla Grande de Chiloé.
Sí, la misma Isla Grande, de mitos y leyendas, la de los curantos, los buenos quesos, deliciosos pescados y mariscos y las mejores papas del mundo.
La isla donde aparece en sus oscuras noches, el fantasmal barco “Caleuche” en busca de nuevos tripulantes que nunca regresarán, la “Pincoya” bellísima sirena, o el padre de los niños sin padre, el deforme y seductor “Trauco” que vaga por los bosques en busca de doncellas desprevenidas o su equivalente femenino, la perversa “Fiura”, el “Camahueto” el unicornio chilote o el deforme “Invunche”, guardián de la cueva de los brujos, como la que existe cerca del pueblo de Quicán, entre otras legendarias criaturas, surgidas de las noches más oscuras y misteriosas de Chile.
Desembarcamos y nuestro automóvil tras una rápida visita a Ancud y a Dalcahue, dos interesantes ciudades chilotas, enfiló rumbo a Castro, la capital provincial de Chiloé. Al acercarnos nos detuvimos para fotografiar los palafitos que desde las calles principales no se pueden apreciar, porque solo la parte posterior de las casas se sostiene sobre pilotes de maderas empotrados en el mar, de allí por una rudimentaria escala se puede acceder desde la lancha familiar hasta la casa. Una solución “veneciana” para muchos hogares de la isla.
Ya en la pintoresca Castro, y luego de probar el sabroso curanto, nos aperamos de provisiones en el bien provisto Mercado Lillo, en la calle que recuerda al autor del Himno Nacional de Chile. Tras visitar la ciudad y adquirir algunos comestibles, bebidas y una abrigadora manta de lana virgen teñida con zumos vegetales, decidimos volver hasta Dalcahue y tomar otro trasbordador hacia la isla Quinchao, donde visitaríamos las localidades de Curaco de Vélez y de Achao.
En Curaco de Vélez se honra la memoria del Almirante Galvarino Riveros Cárdenas, héroe de la Guerra del Pacífico. En Achao conocimos su característica iglesia de Santa María, la más antigua de Chile, que data de 1730. Sus habitantes nos miraban con curiosidad tras las ventanas cubiertas con hermosos visillos y cortinas tejidas a crochet. Visitamos también el museo municipal, con recuerdos históricos y del rico pasado arqueológico y antropológico de la zona.
Ya de regreso a la Isla Grande salimos rumbo a Chonchi, con el propósito de visitar el Lago Huillinco y el poblado lacustre del mismo nombre, con sus antiguas construcciones cubiertas de las grises y eternas tejuelas de alerce.
Avanzamos por los estrechos caminos de tierra, en medio de un fuerte sol de verano, cuando por una imprevista panne, la batería del Hyundai falló y el automóvil se detuvo en medio de la soledad del campo y del bosque, lo que me permitiría vivir una experiencia extraordinaria.
- ¡ Qué lata –exclamó Rebeca- parece que nos quedamos sin batería !
- No embromes – repliqué – revisemos el motor, porque si es lo que temes, tendremos que esperar que alguien nos de un golpe de corriente a la batería, para recuperar la carga eléctrica, ya que empujar este pesado auto en este camino de tierra no me hace ninguna gracia.
Abierto el capó, comprobamos que efectivamente la batería estaba muerta y no reaccionaba al motor de partida.
- Estamos fritos – dijo Vinka – hace horas que no nos tropezamos con ningún vehículo.
- Tendremos que tener paciencia – agregó Susana – no sacamos nada con desesperarnos, recién son las cuatro de la tarde, aprovechemos de servirnos un cocaví, mientras pasa alguien.
Una especie de ronquido repetido, la interrumpió, y Juan José exclamó: ¡ Miren, miren, aquí al lado, en el potrero vecino hay una chancha con sus chanchitos!
En efecto, a pocos metros una gran cerda de color negro, comía pasto, mientras sus siete pequeños retoños del mismo color, trataban de alcanzar golosamente sus pezones repletos de leche. Pasó un rato y la madre porcina se tendió de costado para amamantar a su progenie.
Las tres amigas comentaban el imprevisto espectáculo y yo mi parte, siguiendo mi costumbre de caminar por las serranías, encontré que se me abría la oportunidad de recorrer por un rato el bosque virgen chilote. Invité a mi hijo, pero éste no se entusiasmó con la idea, prefiriendo quedarse a escuchar música en su aparato portátil.
Avisé que volvería pronto y que solo pretendía tomar unas fotos de la foresta chilota.
- Cuídate y no hagas tonteras- fue el consejo de Rebeca.
Salí del camino y comencé a adentrarme algunos metros en la espesura, recogí una rama seca del suelo y con ella fui separando los arbustos espinosos y la tupida chilca que crecía bajo los grandes árboles. Habría caminado un centenar de metros cuando ya la pasada se hacía imposible por lo tupido del follaje, al que se había incorporado las amenazantes zarzamoras, con sus tentáculos espinosos ondulando por doquier.
Me disponía a devolverme con mi paseo frustrado, cuando a pocos metros divisé el rastro de un sendero, semioculto en la maleza, pero que demostraba que alguien…o algo, circulaba de vez en cuando por allí.
Lo tomé y avancé con precaución, me llamó la atención que de pronto el bosque se volvió extrañamente silencioso, un bosque supuestamente lleno de pájaros. De pronto, una verdadera cortina de enredaderas, algunas con bonitas flores rojas, impedía el paso. Pero como toda cortina, tenía un pliegue para abrirla, con mi palo aparté la tupida barrera y pasé al otro lado, donde para mi sorpresa se abría un claro en el bosque, un claro aún con tocones de árboles cortados y con el pasto y la maleza de poca altura. Y lo más extraordinario, al centro se erguía una vetusta construcción de madera gris descolorida por el tiempo.
Solo algunas nobles tejuelas de alerce parecían mantener unido lo que quedaba del conjunto erosionado por la lluvia y el tiempo, el techo de tablas semihundido, las escasas ventanas cubiertas con un sucio plástico y la puerta de entrada parecía a punto de caerse. No era en ningún caso la linda casa de chocolate del cuento de Hansel y Gretel– me dije para mis adentros – intrigado, como a alguien, seguramente muchos años atrás, se le ocurrió construir una casa en esas soledades.
Me disponía a regresar, cuando una vocecilla me dejó paralogizado, un escalofrío recorrió mi cuerpo, más de sorpresa que de temor, la verdad.
- ¡ Iñor, Iñor, no se vaya, no se vaya !
Dí la vuelta, sin lograr identificar el origen de la voz.
- ¡ Iñor, venga, venga a conversar un rato !
Ahí reparé que detrás del polvoriento plástico de una ventana se vislumbraba una figura. Me detuve y observé como con un quejido, la desvencijada puerta se abría para dar paso a una extraña criatura.
Podría apostar que cualquiera habría salido arrancando, pero este a periodista le domina más bien la curiosidad que el miedo.
En el umbral de la puerta, se encontraba un hombrecillo que a duras penas alcanzaría un metro y treinta centímetros de estatura, jorobado, con una barba como los duendes de los cuentos, orejas puntiagudas, nariz ganchuda y quebrada, piernas torcidas y apoyado en una rudimentario bastón tan torcido como sus piernas, un gorro de lana con pompón, cubría sus largos cabellos entrecanos, Ojillos vivaces destacaban en su rostro:
- Oiga iñor, iñor, no se vaya, converse un rato conmigo, mire que nunca viene nadie por estos lados y así es re aburrida la existencia – su voz aguda se escuchaba nítida en el silencio del lugar.
- Esta bien -repliqué- perdone mi sorpresa, pero pensé que aquí no vivía nadie, es harto solo por aquí.
- Gueno, más que vivir sobrevivimos –dijo- pero pase, pase a mi casita, estaremos mejor que aquí afuera, como está iñor, mucho gusto me llamo Jaime, Jaime Silva – se presentó mientras estiraba su mano.
Estreché su mano, fría como un lagarto y nudosa como una rama de vid – Encantado – repliqué- Osvaldo Aguirre - e ingresé a la habitación, por los grises ventanales aún ingresaba bastante luz y según me explicó el singular habitante del bosque, él era zapatero remendón, lo que se comprobaba al observar varios botines y otros zapatos esparcidos por el suelo y por un tosco mesón, con pequeños clavos, martillos, filudos cuchillos de hoja corta, restos de suela y de neumáticos, un yunque para zapatos y otras herramientas.
Se sentó en su banco de zapatero y me ofreció lo que quedaba de una antigua silla y así comenzó nuestra conversación. Contó que llevaba allí muchos años y que antes le acompañaba su “viejita”- quién podría haberse casado con este engendro, pensé- pero se trataba de su madre.
- Si pues, con ella nos acompañábamos mucho, ella sabía mucho de árboles y plantas y se ganaba sus pesitos como meica. Y fíjese que a pesar que aquí no tenemos comodidades, nunca nos enfermamos. Incluso ella encargó y plantó algunos de esos árboles raros que hay por aquí y que después le pueo mostral.
- Bueno, hábleme de su trabajo, quién le puede traer zapatos para arreglar hasta acá, no creo que sus clientes vengan por estos lados.
- Claro que no puh, y si vieran al zapatero no volverían más – rió con picardía-
Es mi amigo, el tuerto Pepe, el que me trae desde Castro estas peguitas, la platita de los arreglos, o más bien algunos víveres pa’l comistrajo y si alcanza, alguna garrafita de chicha de manzana, que ya se me acabó, pero si tenemos suerte, el tuerto Pepe podría llegar luego hoy día.¡ Y usted, cómo llegó por aquí, cuénteme de donde viene, mire que yo lo más lejos que he ido es hasta Chonchi o hasta Huillinco, no me gusta salir de mi casa, porque la gente me mira como a un bicho raro.
Le expliqué que veníamos de vacaciones desde Valparaíso, que éstabamos recorriendo Chiloé y que había quedado en panne no lejos de ahí, y que sería bueno que si llegaba su amigo Pepe, nos diera el golpe de corriente que necesitábamos para continuar viaje. Le conté de Valparaíso, Viña del Mar , Santiago y les aseguro amigos lectores, que nunca tuve auditor más atento ni alumno más interesado, parecía que le hablaba de otro planeta. Mientras conversábamos miraba el modesto albergue de mi anfitrión. Un viejo jergón hacía las veces de cama, un cajón con una vela en un tarro era la palmatoria, ubicada sobre un cajón de frutas a guisa de velador, algunas cajas de cartón y sobre la pared, como solitario adorno, un calendario del año del diputado por la zona Gabriel Ascencio.
En base al calendario, pregunté por sus simpatías políticas.
- Ah, usted dice por el calendario, no, si ni siquiera estoy inscrito para votar, me creerá que no tengo ni carné de identiá, el calendario me lo trajo el tuerto Pepe, al menos pa’ que me ubique en el tiempo, pero ni conozco al iñor de la foto.
La conversación seguía animada, cuando a lo lejos escuchamos la bocina de un vehículo, que no era la de nuestro Hyundai:
- Es el tuerto Pepe –exclamó entusiasmado Jaime Silva – ta con suerte amigo, ya va a llegar por aquí.
En efecto, salimos al claro del bosque y vimos atravesar la cortina de enredaderas a otro sorprendente individuo. Calvo, orejón, entre gordo y macizo, mal afeitado y con un párpado semi caído, que seguramente la había valido el apodo. Al hombro una garrafa y en la otra mano una bolsa plástica seguramente con provisiones.
- Nos saludamos con mutua extrañeza, y el “Tuerto Pepe” se incorporó a nuestra conversación. Silva extrajo unos vasos no muy limpios de una caja de cartón y nos invitó a brindar por el fortuito encuentro en el corazón del bosque chilote.
- Tiene que probar esta chichita, amigo Osvaldo, usté me ha caido re bien, así que compartamos la amistad con el amigo Pepe.
El tuerto Pepe, efectivamente se presentó como fletero, señalando que en su furgón , llevaba y traía encargos por todo Chiloé, incluído este olvidado Jaime Silva, el solitario habitante del bosque en las inmediaciones del Lago Huillinco.
Vaso en mano, paladeando la chispeante sidra, Silva me llevó a recorrer los alrededores de su vivienda – Vé- me dijo, que estos árboles raros no son de acá, son los que plantó mi viejita hace muchos años- claro, se trataba de dos aromos y un eucaliptus, para mí muy comunes, pero para él extraordinariamente exóticos.
- Mire. Ve esas piedras, ahí está enterrada mi viejita, porque de ónde iba a sacar pa’ llevarla a un cementerio y aquí al menos siento como que me sigue acompañando.
Por si acaso, me persigné ante tan particular camposanto y le propuse a Silva y a Pepe, tomarnos una foto juntos, apoyé mi cámara en un tronco seco, ajusté el obturador con tiempo y corrí a instalarme junto a tan peculiares personajes. Chasqueó la cámara y quedó registrado el momento de este encuentro.
Pregunté a Pepe si había visto mi automóvil al pasar por el camino, contestando negativamente, ya que el venía desde la dirección opuesta, le expliqué nuestro problema, manifestándose dispuesto a ayudar.
Regresamos a la casa y yo por parecer cortés, le dije a Jaime Silva, que rengueaba apoyado en su bastón.:
- Qué bonito su bastón, me encantó la madera rojiza y de la manera como usted lo toma, parece como si fuera una culebra, una serpiente.
- Ah!, este bastón lo hice yo mismo y tengo otros, sabe, son pa’ defenderme de la Fiura.
- ¿ La Fiura ? Pero esa es una leyenda….
- No crea, se lo digo yo, pero con estos bastones ni se acerca. Y sabe, en testimonio de mi amistad, le voy a regalar el que ando trayendo, ya que le gustó. Cuando llegue a su casa póngalo en la entrada y así niuna Fiura podrá entrar. Y ¡cuidado! que la Fiura en estado natural es más fea que yo, pero puede disfrazarse de la mujer más bella para hacer caer a cualquiera en sus garras, pero por dentro bulle la maldad.
- A lo lejos, sonó repetidamente la bocina de un auto, esta vez el sonido familiar del “Sonata”.
- Oh, señalé, me están llamando, deben haber encontrado algún voluntario para activar la batería, creo que ya es hora de regresar con mi familia.
Nos despedimos de abrazo, como viejos amigos, cambié mi palo por el bastón de madera torcida obsequiado por Silva y tomé el sendero, como la ruta más segura hacia la carretera. Mi reloj marcaba las 18.30, más de hora y media había durado mi aventura por el bosque, donde las sombras ya comenzaban a crecer.
El potente motor del automóvil había retomado su fuerza, gracias a un lugareño que desde su camioneta, brindó la ayuda necesaria para reactivar la batería y seguimos viaje, mientras comentaba yo las alternativas de mi encuentro con los dos extraños personajes. Como testimonio portaba mi nuevo bastón y la fotografía que conservaba en mi cámara “Nikon”.
Ahora recuerdo, que me extrañó no ver el vehículo fletero del Tuerto Pepe, que suponía estacionado a la vera del camino cerca de allí.
Tres días permanecimos en Quellón, en el extremo sur de Chiloé, dos de los cuales estuvieron iluminados por el sol, permitiéndonos recorrer los pintorescos alrededores, pero el tercero fue de una intensa lluvia, que prácticamente nos impidió salir de la hostería donde alojábamos. Pensamos que ya era el momento de emprender el regreso. Como mi encuentro en el bosque de Huillinco aún estaba patente en mi memoria, resolví comprar algunos víveres para mi nuevo amigo Jaime Silva y pasar a dejárselos a nuestro regreso, en testimonio de amistad.
Horas más tarde , luego de atravesar campos y bosques, llegamos frente al potrero donde habíamos quedado en panne, todavía correteaban por allí los chanchitos negros. Un poco a regañadientes de las damas nos detuvimos y esta vez ya había convencido a mi hijo Juan José que me acompañara a conocer al extraño habitante de la foresta.
Busqué el sendero por donde había transitado la primera vez, pero al parecer la lluvia del día anterior había borrado el rastro. Tenía sin embargo la certeza que unos mil metros bosque adentro estaba la casa de Jaime Silva, si es que a eso le podemos llamar casa. Pese a las protestas de mi hijo nos internamos en la espesura, no sin dificultades por lo enmarañado de la alta maleza y los arbustos espinosos.
Media hora más tarde exclamé:
- ¡Por aquí es la cosa!- al ver la tupida cortina de enredaderas que ocultaba el claro del bosque.
Cruzamos entre las enredaderas, no sin dejarme de extrañar dos hechos, nuevamente el silencio de los pájaros, que durante nuestro recorrido anterior cantaban alegremente, seguramente celebrando el regreso del sol y por otra parte, como en tres días el pasto del aquel claro había crecido bastante, que atribuí nuevamente al efecto de la lluvia.
La vieja vivienda se alzaba allí y parecía más deteriorada que nunca. Al acercarnos observamos que la desvencijada puerta estaba en el suelo, llamé:
- ¡Señor Silvaaaa!, ¡Señor Siiiiilvaaaa¡.¡Soy Osvaldo Aguirre! ¡vengo a despedirme! Silencio fue toda la respuesta.
- Vámonos papá, no contesta nadie – opinó Juan José, que no las tenía todas consigo.
- Espera hijo, cómo nos vamos a pegar el viaje por las puras, voy a entrar a la casa.
- ¡ Señor Siiilvaaaa!-volví a gritar mientras ingresaba a la ruinosa vivienda. Grande fue mi asombro al comprobar que en el interior no había nadie, pero no solo eso, no había rastro de ninguno de los precarios bienes de Jaime Silva, el zapatero remendón del bosque de Huillinco, ni mesón con clavos y herramientas, ni cajones, ni cajas, ni jergón, ni vela, ni palmatoria, ni siquiera el calendario del diputado Ascencio estaba en su sitio.
Peor aún en las esquinas de la pieza, el musgo crecía por la humedad, dando la impresión que el lugar estaba abandonado por años.
Juan José se asomó al interior:
- Ves, qué te dije, aquí no hay nadie, o tu amigo se mandó cambiar o me estás tomando el pelo…
- No es posible hijo, tres días atrás yo estaba sentado aquí tomando chicha con Silva y su amigo Pepe. No entiendo lo que pasó…
- Bueno, bueno, pero vámonos, este lugar no me gusta y la mamá y sus amigas deben estar preocupadas, hace casi una hora que nos separamos de ellas…
Decidí dejar a la entrada de la casa las dos bolsas con víveres, por si Jaime Silva volvía o por último a alguien le podrían servir
Aún desconcertado por lo sucedido, a todas luces inexplicable, cruzamos nuevamente el bosque, hasta llegar al automóvil. Los pájaros cantaban de nuevo.
En medio de los comentarios y tallas de mis acompañantes siguió el resto del viaje, pasamos por Chonchi, Dalcahue, para arribar a Castro y al Mercado Lillo, donde sugerí comprar algunos “souvenir” artesanales para nuestros familiares y amigos de Valparaíso. Mi intención sin embargo era otra: ubicar al Tuerto Pepe, para preguntarle qué había sucedido con Jaime Silva.
Me acerqué a un grupo de fleteros, que esperaban clientes, al lado de sus antiguas camionetas:
- ¡ Buenas tardes caballeros!- un colectivo ¡guenas tarde iñor!, contestó mi saludo.
- Busco a un compañero de ustedes, se llama Pepe…
- ¿ Pepe cuánto?- preguntó un anciano fletero, curtido por el sol,
- Ah. No sé su apellido, debería llamarse José y creo que le dicen el “Tuerto Pepe”…
- No , no lo conozco ¿ Y a ustedes cabros? ¿ Les suena un Tuerto Pepe?
Los fleteros se encogieron de hombros y negaron con la cabeza,
- Le pregunto porque yo me llamo José, pero me dicen Cochecho y tengo mis “ojales” bien puestos, veo hasta debajo del agua , bromeó el veterano.
- ¿ Y qué vehículo tiene? A veces conocemos más los vehículos que las personas – acotó otro de los fleteros.
Para mi asombro este dato fue recibido con una risotada general por los fleteros.
¡Ja,ja, ja, seguro que son el Trauco y la Fiura ¡ En esos bosques no anda nadie, ni de día, cuando pasamos por ahí con algún encargo, preferimos pasar de largo y nos encomendamos a todos los santos. No, lo siento iñor, no conocemos a ningún Tuerto Pepe…
Más desconcertado que antes, me reuní con mi grupo y continuamos viaje hasta Chacao, donde tomaríamos el trasbordador hasta Pargua y de allí a Puerto Montt, la hermosa ciudad, última etapa de nuestras vacaciones sureñas.
Una vez en Puerto Montt, llevé a un local fotográfico de revelado rápido, las fotos tomadas en Chiloé, entregué el rollo y quedé de volver más tarde, me interesaba especialmente aquella en que aparecía junto a Jaime Silva y al Tuerto Pepe. Esa foto me permitiría detener las bromas y convencerme a mí mismo, que todo había sucedido en la realidad y no era un producto de mi imaginación o de un sueño en la calurosa tarde chilota.
Horas más tarde, después de un rico almuerzo de mariscos y un caldillo de congrio, acompañado de “té en tacita” (el viejo truco usado por las cocinerías de Angelmó para vender vino blanco “de la casa”), pasé a retirar las fotos, que revisé con nerviosismo:
- ¡ Maldición ! ¡falta una, señorita!, y la más importante! – reclamé a la sorprendida dependiente.
- Pe, pero señor, las revelamos todas, si falta alguna, seguramente estaba mal tomada.
- ¡ Revisemos los negativos, no puede ser que haya 35 fotos buenas y una sola mala!
Revisé los negativos a contraluz, y para mi mala suerte, la foto que correspondía a mi encuentro con los dos personajes del bosque, era solo una mancha negra en el celuloide.
- ¿ No se le habrá quedado tapada la cámara cuando tomó la foto, señor?
- Nada que ver. Soy periodista y fotógrafo profesional y no niño chico – contesté con rabia, a la pobre muchacha , que no tenía culpa de lo sucedido.
- Bien, gracias es una lástima pero la foto que me interesaba no salió. Pagué el servicio y me fui, lamentando no haber sacado más fotos, al menos de cómo encontré el lugar en mi segunda visita. Al menos mi hijo podría corroborar que el claro del bosque existía y la derruida vivienda también.
¿Qué sucedió realmente en los bosques del Lago Huillinco?¿Cómo pudo desaparecer mi extraño amigo sin dejar rastro, en solo tres días? ¿ Dónde se metió el desconocido Tuerto Pepe?. Preguntas que hasta hoy me hago, sin una respuesta lógica.
Lo más curioso de este cuento, amigas y amigos lectores, es que no se trata de ningún cuento, sino de la pura verdad.
Si alguna vez visitan mi casa, podrán ver a su entrada, en un antiguo paragüero, un bastón de rojiza madera retorcida, único testimonio de tan extraordinario encuentro y desaparición. Espero que Jaime Silva haya tenido la razón y nunca ninguna Fiura ingrese a mi hogar.


Daniel Lillo de la Cuadra
Chiloé 2000
Todos los Derechos Reservados
All rights Reserved 2009


Conversaciones con el Trauco

Prohibida toda reproduccion total o parcial de esta obra literaria sin consentintimiento del Autor.





TE  MATÉ 

Cuando nacimos éramos un alegre racimo de mozalbetes, que en nuestra casa de verdes colores y gran techo gris, éramos muy unidos y lo compartíamos todo, nuestra madre nos nutría abundantemente y nos proporcionaba los jugos y alimentos que tanto nos gustaban .

Pronto nuestros pálidos rostros de bebés, se pusieron rubicundos y nuestros cuerpos firmes.

Parecía que nuestra existencia sería plácida y tranquila mientras alcanzábamos la madurez, pero estábamos profundamente equivocados.

Las mismas personas que nos atendían y cuidaban solícitamente, de pronto se transformaron en nuestros peores verdugos, nos arrancaron del seno materno y llevaron lejos de nuestra casita verde de techo gris, yo y mis hermanos fuimos apretujados en prisiones de madera y llevados a grandes camiones con rumbo desconocido.

Sentimos que un régimen de terror se había apoderado de nuestro país.

Sufriendo hambre y sed llegamos a una sombría bodega, donde pasamos mucho frío, el cambio era notable, desde nuestra abrigada casa, a ese socavón oscuro, a no más de un grado bajo cero.

Nadie nos daba de comer ni de beber, a pesar de la oscuridad pude darme cuenta que no estábamos solos, otros miles de habitantes de nuestra tierra, estaban apretujados en prisiones de madera similares a la nuestra.

De pronto nos tomaron nuevamente y llevaron hacia nuevos vehículos que partieron en dirección a la gran ciudad vecina al campo donde transcurrió nuestra infancia, recorrimos caminos rurales, grandes avenidas y estrechas calles.

Entre las aberturas de nuestra prisión de madera, pude ver que llegábamos a un recinto muy iluminado. Allí fuimos dejados con estrecha custodia, yo y mis hermanos quedamos en una gran explanada, sin mucho espacio pero al menos más cómodos que en el encierro anterior.

Guardias  de seguridad y cámaras de televigilancia acechaban cualquier intento de escape o de ayuda exterior.

Mis carnes estaban adoloridas por el viaje y sentía mis músculos más blandos, en un espejo ubicado frente a la explanada pude ver que mi tez estaba muy rojiza, pensé que el viaje había elevado mi presión arterial.

De pronto sentí que una persona me levantaba de mi ubicación como si mi cuerpo no pesara nada, caí dentro de un recipiente traslúcido, pronto llegaron a mi lado varios de mis hermanos, que como yo fueron secuestrados, en el oscuro y maloliente portamaletas de un automóvil.

Luego de un viaje que me pareció interminable fuimos bajados sin mayor cuidado del automóvil e introducidos en una gran casa.

Después de permanecer algunas horas en nuestra nueva prisión traslúcida, yo y tres de mis hermanos fuimos llevados a una habitación bien iluminada, pero que me hizo estremecer, por todos lados colgaban instrumentos de tortura, puñales, tridentes, afiladas estacas, estoques, prensas, ganchos de colgar, aparatos con afiladas cuchillas, elementos para aplicar electricidad e incluso fuego.

El susto nos impidió gritar o intentar cualquier movimiento defensivo. Sin contemplación fui extendido cuan ancho era en una mesa de tormento. Un escalofrío de espanto recorrió mi cuerpo un tanto rechoncho.  

El terror se transformó en lacerante dolor cuando la afilada hoja del puñal de mi torturadora penetró mi piel, con maestría comenzó a desollarme, luego me hizo profundas incisiones hacia arriba y abajo, mi sangre quedó esparcida por toda la mesa, mis intestinos se asomaron como para contemplar mi agonía.

      Como si esto fuera poco, yo y mis hermanos fuimos arrojados a una plataforma caliente, donde se nos aplicó primero sal en nuestras llagas y luego aceite hirviendo, en mi último suspiro pude ver como dos individuos completamente calvos, eran estrellados contra el piso hirviente y sus vísceras se confundieron con las nuestras en espantosa agonía. Luego todo fue calor, dolor y la oscuridad final. 

  • ¡ Ya niños vengan a la mesa, el pan está listo y el tomaticán también! ¡ Está rico el tomatito revuelto con huevos!¡Apúrense que se va a enfriar!


Daniel Lillo de la Cuadra
Todos los Derechos Reservados
All rights Reserved 2009


Prohibida toda reproduccion total o parcial de esta obra literaria sin consentintimiento del Autor.

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